EL REINO DE CRISTO EN LA TIERRA
DOGMA DE FE
El Reino de Cristo en la tierra, en esta tierra y sobre esta tierra, es un dogma de fe en sí mismo, más allá de los sistemas que lo expliquen o los pretenden explicar, así como tampoco hay que confundir la sustancia o esencia de un misterio de fe, con la explicación o sistema de esquemas exegéticos que lo interpretan, ni con las circunstancias concretas que puedan caracterizar o acompañar el hecho en sí mismo. Pues un dogma de fe es más que una explicación pues es una verdad revelada por Dios y enseñada como tal por la Iglesia.
La Encíclica Quas Primas, 1925 de Pío XII, que proclama la solemnidad de la fiesta de Cristo Rey, deja claro que el reino de Cristo es un dogma de fe y su reino es un reino terreno o terrenal en esta tierra y no sólo o únicamente allá en el cielo.
Cristo es Rey a doble título o por doble partida, esto es, por la unión hipostática (o mucho mejor, por la unión personal) en el Verbo Divino, producida por la encarnación del Verbo Eterno hecho hombre, et homus factus est, tal como reza el Credo, o et Verbum caro factum est, como reza el último evangelio de la Misa tomado del texto de San Juan; lo cual se denomina por derecho de naturaleza, y el otro, por derecho de conquista adquirido por la redención en la cruz.
Que Cristo sea proclamado Rey, lo es en cuanto que es hombre, porque como Dios es Rey por divina naturaleza, tanto como el Padre y el Espíritu Santo lo son, esto no hay que olvidarlo, pues se está proclamando la realeza de Cristo en cuanto hombre de manera específica, a partir de la Encarnación. Esto que está tan claro y es evidente, sin embargo después se olvida y se pierde de vista, para requintar en el quinto cielo la reyecía de Cristo.
Por esto, el Papa Pío XI, deja claro en su encíclica Quas Primas n° 5: “Asimismo, al cumplirse el Año Jubilar del XVI Centenario del concilio de Nicea, con tanto mayor gusto mandamos celebrar esta fiesta, y la celebramos Nos mismos en la Basílica Vaticana, cuanto que aquel sagrado concilio definió y proclamó como dogma de fe católica la consubstancialidad del Hijo Unigénito con el Padre, además de que, al incluir las palabras cuyo reino no tendrá fin en su Símbolo o fórmula de fe, promulgaba la real dignidad de Jesucristo”. Con lo cual queda más que claro que el fundamento primero de la Realeza de Cristo es la unión hipostática (unión personal, por la persona del Verbo), lo que viene a confirmar al expresar más adelante la misma encíclica, n° 11: “Para mostrar ahora en qué consiste el fundamento de esta dignidad, de este poder de Jesucristo, he aquí lo que escribe muy bien San Cirilo de Alejandría: posee Cristo soberanía sobre todas las creaturas, no arrancada por fuerza ni quitada a nadie, sino en virtud de su misma esencia y naturaleza, es decir, que la soberanía o principado de Cristo se funda en la maravillosa unión llamada hipostática. De donde se sigue que Cristo no sólo debe ser adorado en cuanto o Dios por los ángeles y por los hombres, sino que, además, los unos y los otros están sujetos a su imperio y le deben obedecer también en cuanto hombre, de manera que por el sólo hecho de la unión hipostática, Cristo tiene potestad sobre todas las criaturas”.
La realeza de Cristo que se proclama, lo es en un sentido propio y estricto (literal) y no en un sentido pura o solamente metafórico o espiritual como lo es el reinar sobre las inteligencias, los corazones, en las voluntades de los hombres, pues dice el n° 6 de la misma encíclica de Pío XI: “Ha sido costumbre muy general y antigua, llamar Rey a Jesucristo, en sentido metafórico … Así, se dice que reina en la inteligencia de los hombres ... Se dice también que reina en las voluntades de los hombres … Finalmente, se dice con verdad que Cristo reina en los corazones de los hombres … Más, entrando ahora de lleno en el asunto, es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo como hombre el título y la potestad de Rey, pues sólo en cuanto hombre se dice de Él que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino; porque como Verbo de Dio, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es propio de la divinidad y, por lo tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas la criaturas”.
Cristo no es un rey de sacristía, es un rey pleno y verdadero, un rey en cuanto hombre, es un rey cosmológico y universal, y su reino se inicia en esta tierra, donde se encarnó, no en el cielo, ni en la luna, ni en marte, ni en júpiter, ni en venus; porque la encarnación se produjo en esta tierra, es para que se entienda un rey terrícola, no un rey lunático, marciano ni puramente celestial.
Como dice Pío XI, en dicha encíclica n° 9, “Es el mismo Cristo el que da testimonio de su realeza … Siempre y en toda ocasión oportuna se atribuyó el título de Rey y públicamente confirmó que es Rey, y solemnemente declaró que le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra … Por lo tanto, no es de maravillar que San Juan le llame Príncipe de los reyes de la tierra, y que Él mismo, conforme a la visión apocalíptica, lleve escrito en su vestido y en su muslo: Rey de Reyes, Señor de los que dominan. Puesto que el Padre constituyó a Cristo heredero universal de todas las cosas, menester es que reine Cristo, hasta que, al fin de los siglos, ponga bajo los pies del trono de Dios a todos sus enemigos”.
Pero como ahora este mundo tiene por Príncipe a Satanás, tendrá que destronarlo de hecho algún día en algún momento histórico de esta tierra, y esto es el día y la hora de su gloriosa y majestuosa segunda venida, el día de su Parusía, y esto antes del fin del mundo y el comienzo de la vida eterna
El imperio universal (y cosmológico de todo el orbe terrestre y del universo astrofísico) es un dogma de fe irrefutable, si no se quiere ser un hereje negando el dogma que así reafirma Pío XI, n°13: “Viniendo ahora a explicar la fuerza y naturaleza de este principado y soberanía de Jesucristo, indicaremos brevemente que contiene una triple potestad, sin la cual apenas se concibe su verdadero y propio principado. Los testimonios, aducidos de las Sagradas Escrituras, acerca del imperio universal de nuestro Redentor, prueban más que suficientemente cuanto hemos dicho; y es un dogma, además, de fe católica, que Jesucristo fue dado a los hombres como redentor, en quien deben confiar y como legislador, a quien deben obedecer”.
La realeza de Cristo Rey, no es únicamente como por ahora lo es desde su ascensión hasta el día de hoy, de derecho, sino que debe serlo también de hecho, y si por ahora no lo es de este mundo, esta tierra como Él mismo lo dijo: “Nunc autem regnum meum non est hinc”. (Por ahora, todavía, mi reino no es de aquí), que desgraciadamente traducen mal o no traducen los miopes (nunc autem – por ahora, se lo vuelan) pues algún día tendrá que ser y lo será.
Esto queda claro y debe de quedar muy claro. El nunc autem, no lo traducen; su miope y antiapocalíptica óptica, les impide ver, así el sentido es, pero por ahora, mi reino no es de aquí, lo cual indica a las claras que algún día sí lo será. Lo será no sólo de derecho como lo es hoy, sino que además lo será también de hecho, lo que todavía no se ha realizado. Esto queda claro en la encíclica de Pío XI n°19 “Y si el Reino de Cristo abrazase de hecho a todos los hombres, como los abraza de derecho, ¿Por qué no habríamos de esperar aquella paz que el Rey Pacífico trajo a la tierra…?”.
Queda reafirmado que hay que esperar en la tierra el Reino de Cristo también de hecho, ya que no es solamente un reino de derecho.
Hay que esperar entonces la realización de la paz en el Reino de Cristo para que así entonces se realice de hecho, lo que es por ahora sólo de derecho, según ese deseo que señala Pío XI.
Esta fiesta de Cristo Rey se asocia con la del Sagrado Corazón, pues Pío XI dice n°30: “Por tanto, con nuestra autoridad apostólica, instituimos la fiesta de nuestro Señor Jesucristo Rey, y decretamos que se celebre en todas partes de la tierra el último domingo de Octubre, esto es, el domingo inmediatamente que antecede a la festividad de Todos los Santos. Así mismo ordenamos que en ese día se renueve la consagración del todo el género humano al Sacratísimo Corazón de Jesús, con la misma fórmula que nuestro predecesor, de santa memoria, Pío X, mandó recitar anualmente”.
Además podemos observar que la fiesta de Cristo Rey instituida casi al finalizar el año litúrgico, es el coronamiento del Reino del Sagrado Corazón. Hay una plena identificación entre Cristo Rey y el Sagrado Corazón, ya que no es más que el Reino de Cristo, por su corazón, órgano que expresa y simboliza el amor de la persona del Verbo divino de Cristo. Por eso Pío XI en la encíclica Miserantissimus Redentor de 1928 n°4, sobre el Sagrado Corazón, dice: “Mas como en el siglo precedente y en el nuestro, por las maquinaciones de los impíos, se llegó a despreciar el imperio de Cristo nuestro Señor, hasta declarar públicamente la guerra a la Iglesia, con leyes y mociones populares contrarias al derecho divino y a la ley natural, y hasta hubo asambleas que gritaban: ‘No queremos que reine sobre nosotros’ (Lc. 19, 14), por esta consagración que decíamos la voz de todos los amantes del Corazón de Jesús prorrumpía unánime oponiendo acérrimamente, para vindicar su gloria y asegurar sus derechos: ‘es necesario que Cristo reine (I Cor. 15,25). Venga su Reino’ de lo cual fue consecuencia feliz que todo el género humano, que por nativo derecho posee Jesucristo, punto en quien todas las cosas se restauran (Ef.1.10), al empezar este siglo, se consagra al Sacratísimo Corazón, por nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, aplaudiendo el orbe cristiano”.
Para rematar así como a continuación veremos, que la festividad de Cristo Rey viene como complemento y perfección de la dicha consagración que realizó León XIII, del mundo al Sagrado Corazón: “Comienzos tan faustos y agradables, Nos, como ya dijimos en nuestra encíclica Quas primas, accediendo a los deseos y a las preces reiteradas y numerosas de Obispos y fieles, con el favor de Dios completamos y perfeccionamos, cuando, al término del año jubilar, instituimos la fiesta de Cristo Rey y su solemne celebración en todo el orbe cristiano”.
Pío XI, además proclama con júbilo, la bienaventurada esperanza que todo el orbe debiera aceptar, sometiéndose de buena gana al Imperio, y al Reino de Cristo Rey: “Cuando esto hicimos, no sólo declaramos el sumo imperio de Jesucristo sobre todas las cosas, sobre la sociedad civil y la doméstica, sobre cada uno de los hombres, mas también presentimos el júbilo de aquel faustísimo día en que el mundo entero espontáneamente y de buen grado aceptará la dominación suavísima de Cristo Rey”.
Con la devoción al Sagrado Corazón, Pío XI en la encíclica Miserentissimmus Redemptor, n° 14, pretende no sólo la reparación sino la reivindicación de los derechos de Cristo Rey: “A este fin disponemos y mandamos que cada año en la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús… todos los templos del mundo se rece solemnemente el acto de reparación al sacratísimo Corazón de Jesús, cuya oración ponemos al pie de esta carta para que se reparen nuestras culpas y se resarzan los derechos violados de Cristo, Sumo Rey y amantísimo Señor”.
Pío XI hacia el final de esta encíclica, n°14, dirige su mirada hacia la visión apocalíptica de la Parusía: “Los pecadores, ciertamente, ‘viendo al que traspasaron’ (Jn. 19,37), y conmovidos por los gemidos y llantos de toda la Iglesia, doliéndose de las injurias inferidas al Sumo Rey, ‘volverán a su corazón’ (Is.46,8); no sea que obcecados e impenitentes en sus culpas, cuando vieren a Aquel a quien hirieron ‘venir en las nubes del cielo’ (Mt.26,64) tarde y en vano lloren sobre Él” (cf. Ap.1,7)”.
El padre Alcañiz, es el primero que sepa y prácticamente el único que identifica el Reino de Cristo Rey, con el reino del Sagrado Corazón en una óptica y fusión apocalíptica, milenarista del Reino, basándose en las encíclica Quad primas y Miserentissimmus Redemptor.
San Pío X en su encíclica Ad diem illum laetissimum que movido por una moción divina, ya decía de aquella bienaventurada esperanza: “Además, tenemos que decir que este deseo Nuestro surge sobre todo de que, por una especie de moción oculta, Nos parece apreciar estar a punto de cumplirse aquellas esperanzas que impulsaron prudentemente a Nuestro antecesor Pío y a todos los obispos del mundo a proclamar solemnemente la concepción inmaculada de la Madre de Dios”. Y a continuación deja en claro que esta esperanza de Pío IX y que San Pío X hace suya también, todavía no se ha realizado: “No son pocos los que se quejan de que hasta el día de hoy, esas esperanzas no se han colmado”.
Esta esperanza consiste en la realización de la Gran Promesa que trasunta y permea todas las Sagradas Escrituras, tal como lo expresa Pío IX al proclamar el dogma de la Inmaculada Concepción, en la Bula Ineffabilis Deus del 8 de diciembre de 1854, así: “Mas sentimos firmísima esperanza y confianza absoluta de que la misma santísima Virgen, que toda hermosa e inmaculada trituró la venenosa cabeza de la cruelísima serpiente, y trajo la salud al mundo, (…) y reine de mar a mar y del río hasta los términos de la tierra, y disfrute de toda paz, tranquilidad y libertad, para que consigan los reos el perdón, los enfermos el remedio, los pusilánimes la fuerza, los afligidos el consuelo, los que peligran la ayuda oportuna, y despejada la oscuridad de la mente, vuelvan al camino de la verdad y de la justicia los desviados y se forme un solo redil y un solo pastor”.
Esta es la gran promesa de todas las escrituras y la gran esperanza de los papas Pío IX y san Pío X; que haya un solo redil y un solo pastor. Es el famoso Ut unum sint, (Jn. 17,21) –para que todos sean uno en el reino de Cristo Rey– que por cierto, su falsa santidad Juan Pablo II, el herético gnóstico interpretó cabalísticamente para su falso ecumenismo.
Esta dichosa esperanza es la que se realizará, según San Pablo, en y con la Parusía, en el Reino de Cristo Rey y que es lo que se pide en cada Pater Noster: Adveniat regnum tuum, (Venga tu reino), para que así se haga la voluntad de Dios en la tierra como en el cielo (Fiat voluntas tua sicut in coelo et in terra) y que repetimos casi como loros sin profundidad y distraídamente. ¿Y cómo se va a hacer la voluntad de Dios en la tierra como en el cielo, por tanto y cuanto siga vigente el príncipe de este mundo Satanás, mangoneando? Y ¿Cómo va a venir ese Reino aquí a la tierra, que estamos pidiendo, no solamente espiritual, a mi corazoncito y a mi inteligencia, (y por eso le añadieron el “nos” que no está en latín, para relativizar) sino se destruye al príncipe de este mundo y a su reino? Eso sólo puede acontecer con la Parusía.
Esto nos demuestra hasta dónde ha llegado Satanás a alterar y adulterar el mismo Padre Nuestro que nos enseñó Nuestro Señor Jesucristo, conteniendo la bienaventurada esperanza de librarnos de todo mal y del maligno como príncipe de este mundo.
Sobre la Parusía y de los males que la preceden, con la Gran Tribulación que según Santo Tomás es la perversión de la doctrina católica por una falsa doctrina y de la aparición del Anticristo y su reino subsidiario bajo el imperio del príncipe de este mundo Satanás, ya vislumbraba en su primera encíclica E Supremi Apostolatus de 1903: “Es indudable que quien considere todo esto tendrá que admitir de plano que esta perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que debemos esperar en el fin de los tiempos; o incluso pensará que ya habita en este mundo el hijo de la perdición de quien habla el Apóstol”.
Y para que no queden dudas de esta señal de los últimos tiempos apocalípticos, San Pío X reafirma esta señal: “Por el contrario -esta es la señal propia del Anticristo según el mismo Apóstol-, el hombre mismo con temeridad extrema ha invadido el campo de Dios, exaltándose por encima de todo aquello que recibe el nombre de Dios; (…) Se sentará en el templo de Dios, mostrándose como si fuera Dios”.
Esto es lo que Nuestra Señora en La Salette vino a profetizar, (que algunos tradicionalistas impugnan negando las apariciones de La Salette, como cierto grupito italiano) “Roma perderá la fe y será la sede del Anticristo”.
Pío XII exclamaba en plena concordancia con esta óptica apocalíptica, parusíaca de San Pio X: “es necesario quitar la piedra sepulcral con la cual han querido encerrar en el sepulcro la Verdad y el Bien; es preciso conseguir que Jesús resucite; con una verdadera resurrección, que no admita ya ningún dominio de la muerte: Surrexit Dominus vere, mors illi ultra non dominabitur (…) la noche debe iluminarse como el día, nox sicut dies illuminabitur; y cesará la lucha, y brillará la paz. ¡Ven, Señor, Jesús! La humanidad no tiene fuerza para quitar la piedra que ella misma ha fabricado, intentando impedir su vuelta. Envía tu ángel, oh, Señor, Y haz que nuestra noche se ilumine como un día. ¡Cuántos corazones, oh, Señor, esperan! ¡Cuántas almas se consumen pro apresurar el día en el que Tú solo vivirás y reinarás en los corazones! ¡Ven, oh Señor, Jesús! ¡Oh María, que lo viste resucitado!; María, a quien la primera aparición de Jesús quitó la angustia inenarrable causada por la noche de la pasión; María, te ofrecemos las primicias de este día. ¡Para ti, Esposa del divino Espíritu, nuestro corazón y nuestra esperanza! ¡Así sea!”.
Entonces, más claro, ni el agua. El que no quiera entender, que reviente, como reventaron Judas y Lutero.
Luego, son los papas mismos los que hablan y esperan la Parusía; y esto, como algo próximo y cercano, y cuándo más cercano si los tiempos marcados para el Retorno de Cristo Rey, viniendo en Gloria y Majestad, ya se vislumbran en la señal dada por las mismas Escrituras que indican en San Lucas 21,24, que: “Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que el tiempo de los gentiles sea cumplido” y esta señal escriturística ya se realizó históricamente con la declaración de las Naciones Unidas en 1947, y de hecho en 1948 cuando se produjo el fin de la diáspora por el retorno del pueblo elegido a Tierra Santa al proclamarse el estado de Israel. Cosa que señaló el padre Benjamín Martín Sánchez, profesor de Sagrada Escritura: “Tenemos un hecho histórico. El 15 de mayo de 1948 ‘al simbólico sonido de las trompetas bíblicas de Jehová, Dios de los Ejércitos, mandaba a tocar el día grande de la solemnidad, un gobierno provisional, presidido por David Ben Gurión, proclamaba en Tel Aviv, (su capital, provisional también), el nuevo Estado soberano de Israel’. Hoy su capital definitiva es Jerusalén”. (Israel y las Profecías, p. 23, Ed. Verbo Divino. Estella, Navarra. 1976).
Jerusalén dejó de ser ya hoyada o pisoteada por los gentiles, literal, histórica y escriturísticamente; es un hecho, et contra factum non est argumentum.
La diáspora finalizó, los tiempos apocalípticos de la Parusía, están bien marcados, pues estos comienzan con el fin de la diáspora, el retorno a Tierra Santa del pueblo elegido y con Jerusalén dejando de ser pisoteada por los gentiles, que en 1967 en la guerra de los seis días, queda totalmente tomada.
Poco se reflexiona, no solamente sobre la petición del Padre Nuestro Venga Tu Reino, para que así se haga la voluntad en la tierra como en el cielo, sino también sobre el dogma del Reino de Cristo; es un dogma de Cristo específicamente como hombre terrícola que es, y no solamente como Dios, como claramente ya hemos podido ver con la encíclica Quas Primas, pensar así, es un reino puramente celestial, en la beatitud eterna, es una desnaturalización y evaporación del dogma del Reino de Cristo como hombre sobre esta y en esta tierra.
¡Marana tha!
P. Basilio Méramo
Bogotá, 4 de noviembre de 2020