LA GRAN ESPERANZA DE LOS PAPAS
El Papa Pío IX al proclamar la Inmaculada Concepción en su Encíclica Ineffabilis Deus del 8 de Diciembre de 1854, lo hizo con la siguiente esperanza: “Mas sentimos firmísima esperanza y confianza absoluta de que la misma santísima Virgen, que toda hermosa e inmaculada trituró la venenosa cabeza de la cruelísima serpiente, y trajo la salud al mundo, (…) destruyó siempre todas las herejías, (…) hará con su valiosísimo patrocinio que la santa Madre católica Iglesia, removidas todas las dificultades, y vencidos todos los errores, en todos los pueblos, en todas partes tenga vida más floreciente y vigorosa y reine de mar a mar y del río hasta los términos de la tierra, y disfrute de toda paz, tranquilidad y libertad, (…) y dejada la oscuridad de la mente, vuelvan al camino de la verdad y de la justicia los desviados y se forme un solo redil y un solo pastor”.
En vista de esto, Pío IX declaró como augurio de esa esperanza el dogma de la Inmaculada Concepción como deja claro en la misma encíclica: “…declaramos, afirmamos y definimos que ha sido revelada por Dios, y, de consiguiente, que deba ser creída firme y constantemente por todos los fieles, la doctrina que sostiene que la santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, salvador del género humano”.
San Pío X a su vez, nos da la clave con su Encíclica Ad diem illum laetissimum del 2 de Febrero de 1904 al referirse a las esperanzas de su predecesor Pío IX con ocasión del 50° aniversario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, dice: “El paso del tiempo, en el transcurso de unos meses, nos ¡llevará a aquel día venturosísimo en el que, hace 50 años, Nuestro antecesor Pío IX, (…) proclamó y promulgó como cosa revelada por Dios, que la bienaventurada Virgen María estuvo inmune de toda mancha de pecado original desde el primer instante de su concepción”.
Para más adelante manifestar el motivo: “Además tenemos que decir que este deseo Nuestro surge sobre todo de que, por una especie de moción oculta, Nos parece apreciar que están a punto de cumplirse aquellas esperanzas que impulsaron prudentemente a Nuestro antecesor Pío y a todos los obispos del mundo a proclamar solemnemente la concepción inmaculada de la Madre de Dios. No son pocos los que se quejan de que hasta el día de hoy esas esperanzas no se han colmado (…) ¿cómo no vamos a tener la esperanza de que nuestra salvación está más cerca que cuando creímos?; quizá más, porque por experiencia sabemos que es propio de la divina Providencia no distanciar demasiado los males peores de la liberación de los mismos. Está a punto de llegar su hora, y sus días no se han de esperar”.
Queda claro por estas palabras de san Pío X aludiendo a Pío IX, que esa esperanza que no ha de tardar, es la realización de la gran promesa de ver el día en que haya un solo rebaño bajo un solo pastor.
No hay que olvidar que San Pío X tenía una visión apocalíptica de su tiempo que se ve reflejada en su primera Encíclica E supremi apostolatus del 4 de Octubre de 1903, al extremo de predecir señalando el advenimiento del Anticristo (el hijo de perdición) como algo presente al decir: “Es indudable que quien considere todo esto tendrá que admitir de plano que ésta perversión de las almas muestra, como el prólogo de los males que debemos esperar en el fin de los tiempos; o incluso pensará que hay habita en el mundo el hijo de perdición de quien habla el Apóstol”.
San Pío X ya había señalado, como lo hace ver Jérome Dal-Gal en su biografía: “Estos olvidan el mandato del Apóstol: ‘…te ordeno observar este mandamiento (la doctrina que había enseñado) inmaculado, intacto hasta la venida de Nuestro Señor Jesucristo’. Cuando esta doctrina no pueda ya guardarse incorruptible y que el imperio de la verdad no sea ya posible en este mundo, entonces el Hijo de Dios aparecerá una segunda vez. Pero hasta ese último día nosotros debemos mantener intacto el depósito sagrado y repetir la gloriosa declaración de San Hilario ‘más vale morir en este siglo que corromper la castidad de la verdad’ ”. (Pie X, 1953, p.107-108).
Evidentemente sin querer o queriendo san Pío X nos revela aquí cual es el obstáculo (katéjon) que impide la aparición del Anticristo, y después tenga lugar la Parusía de Nuestro Señor, a la cual se refiere.
Y si se mira bien, el imperio de la verdad mantenido por la Iglesia compendia, resume y sintetiza todas las aproximaciones que sobre el obscuro obstáculo se han hecho. Evidentemente a partir del Pseudoconcilio Vaticano II (conciliábulo para ser jurídica y teológicamente más exactos), la Iglesia por un misterio de iniquidad que jamás se ha visto ni se verá, ha dejado de mantener la pureza y virginidad de la verdad inmaculada para volverse hacia el error y las tinieblas.
El Papa Pío XI ya decía al instituir la fiesta de Cristo Rey con la encíclica Quas Primas del 11 de diciembre de 1925: “En la primera encíclica que al comenzar nuestro Pontificado enviamos a todos los obispos del orbe católico, analizábamos las causas supremas de las calamidades que veíamos abrumar y afligir al género humano. Y en ella proclamamos Nos plenamente no solo que este cúmulo de males había invadido la tierra, porque la mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres, como en la familia y en la gobernación del Estado, sino también que nunca resplandecerá una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechacen el imperio de nuestro Salvador. Por lo cual no sólo exhortamos entonces a buscar la paz de Cristo, sino que, además, prometimos que para dicho fin haríamos todo cuanto posible nos fuese. En el Reino de Cristo, dijimos: pues estábamos persuadidos que no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz, que procurar la restauración del reinado de Jesucristo”.
Para más adelante decir: “Por lo tanto, no es de maravillar que San Juan le llame Príncipe de los reyes de la tierra, y que Él mismo, conforme a la visión apocalíptica, lleve escrito en su vestido y en su muslo: Rey de Reyes y Señor de los que dominan. Puesto que el Padre constituyó a Cristo heredero universal de todas las cosas, menester es que reine Cristo hasta que, al fin de los siglos, ponga bajo los pies del trono de Dios a todos sus enemigos”.
Pío XI (tal como señala el P. Alcañiz), instituyó la fiesta de Cristo Rey como una prolongación y complemento a la consagración que hiciera León XIII al Divino Corazón en 1900, a lo cual hace referencia en la misma encíclica: “Y más aún: por iniciativa y deseo de León XIII fue consagrado al Divino Corazón todo el género humano durante el Año Santo de 1900”. Es más, Pío XI mandó que en la fiesta de Cristo Rey, se renueve cada año dicha consagración al Sagrado Corazón de Jesús.
Esto dice el P. Alcañiz: “Tenemos, pues, que, según Pío XI, el intento que él mismo tuvo al establecer la fiesta de Cristo Rey, fue completar, llevar a perfección, y como confirmar la consagración del mundo por León XIII al Corazón de Jesús. La fiesta de Cristo Rey es, por tanto, complemento, perfección, confirmación de la consagración al Corazón Divino”. (La Devoción al Corazón de Jesús, Granada 1958, p. 140).
Pío XI con la Encíclica Miserentissimus Redemptor del 8 de Mayo de 1928 sobre el Sagrado Corazón expresa su anhelo y esperanza después de recordar la consagración al Sagrado Corazón hecha por León XIII cuando dice: “… Nos, como ya dijimos en nuestra encíclica Quas primas, accediendo a los deseos y a las preces reiteradas y numerosas de obispos y fieles, con el favor de Dios completamos y perfeccionamos, cuando, al término del año jubilar, instituimos la fiesta de Cristo Rey y su celebración en todo el orbe Cristiano. Cuando eso hicimos, no sólo declaramos el sumo imperio de Jesucristo sobre todas las cosas, sobre la sociedad civil y la doméstica y sobre cada uno de los hombres, mas también presentimos el júbilo de aquel faustísimo día en el que el mundo entero espontáneamente y de buen grado aceptará la dominación suavísima de Cristo Rey”.
Esto dicho, recuerda Pio XI en la misma encíclica, el dramático panorama apocalíptico de los males anunciados para el fin de los tiempos: “Cuanta sea, especialmente en nuestros tiempos, la necesidad de esta expiación y reparación, no se le ocultará a quien vea y contemple este mundo como dijimos, ‘en poder del malo’ (Jn. 5,19). De todas partes sube a Nos clamor de pueblos que gimen, cuyos príncipes y rectores se congregaron y confabularon a una contra el Señor y su Iglesia (II Pe. 2,2). (…) Todo lo cual es tan triste que por estos acontecimientos parece manifestarse ‘los principios de aquellos dolores’ que habían de preceder ‘al hombre de pecado que se levanta contra todo lo que se llama Dios o que se adora’ (II Tes. 2,4)”.
Pío XII ya decía su Encíclica Summi Pontificatus del 20 de Octubre de 1939: “La hora en que os llega esta Nuestra primera Encíclica, es en muchos aspectos, la verdadera hora de tinieblas (…). Los pueblos, envueltos en el trágico vórtice en la cúspide de la tormenta, de la guerra, quizás están aún al comienzo de sus dolores: muerte y desolación, lamento y miseria reinan ya en millares de familias”.
Y en 1947, más de lo mismo: “En las asambleas humanas se insinúa solapadamente el espíritu del mal, el ángel del abismo (Apoc. 9,11), enemigo de la verdad, atizador de odios, creador y destructor de todo sentimiento fraterno. Creyendo próxima su hora, hace todo lo que puede para acelerarla”. (Radiomensaje de la víspera de Navidad, 24 de Diciembre de 1947). Y esto lo decía Pío XII para la Navidad.
Como se ve, esta era la hora mala y apocalíptica, según estos Papas que venimos citando, pero como es sabido, los falsos profetas dicen halagüeñamente, “paz y progreso, todo marcha bien”, che, hoy con Francisquito.
Juan XXIII cual Pseudoprofeta, inauguró el Concilio Vaticano II, diciendo abrir las ventanas de la Iglesia para que haya un nuevo Pentecostés cual renuevo primaveral, y considerado además, como el Papa bueno (bonachón de lo estulto que era) diciendo que la Iglesia no tenía enemigos, contradiciendo así lo que se reza diariamente en el Padre Nuestro: líbranos del mal (del maligno y de todos sus secuaces).
Volviendo a Pío XII, por todo lo que él había dicho como hemos visto, en su mensaje Pascual del 21 de Abril de 1957 dice: “Es necesario quitar la piedra sepulcral con la cual han querido encerrar en el sepulcro a la verdad y al bien; es preciso conseguir que Jesús resucite; con una verdadera resurrección que no admita ya ningún dominio de la muerte: ‘Surrexit Dominus vere’ (Lc. 24, 34), ‘mors illi ultra non dominabatur’ (Rom. 6, 6). (…) ¡Ven, Señor, Jesús! La humanidad no tiene fuerza para quitar la piedra que ella misma ha fabricado intentando impedir tu vuelta. Envía tu Ángel, oh Señor, y haz que nuestra noche se ilumine como el día. ¡Cuántos corazones, oh Señor, te esperan! ¡Cuántas almas se consumen por apresurar el día en que Tú sólo vivirás y reinarás en los corazones! ¡Ven, oh Señor, Jesús! ¡Hay tantos indicios de que tu vuelta no está lejana! ¡Oh, María, que lo viste resucitado; María, a quien la primera aparición de Jesús quitó la angustia inenarrable causada por la noche de la pasión; María, te ofrecemos las primicias de este día. Para ti, Esposa del divino Espíritu, nuestro corazón y nuestra esperanza! ¡Así sea!”. Más claro ni el agua, este día, es la Parusía.
Pero antes, Pío XII había pronunciado ante el Sacro Colegio el 2 de Junio de 1942: “Nuestro deber, el deber del Episcopado, el del Clero y el de los fieles, es de prepararse espiritualmente por la plegaria y el ejemplo al futuro encuentro de Cristo con el mundo”.
Esto que sirva, a los que todavía ponen en duda la inminente y pronta Parusía y el consecuente Reino Milenario de Cristo.
San Agustín recuerda que el Anticristo será directa y personalmente destruido (destronado) por Jesucristo, y esto únicamente puede ocurrir con la Parusía: “La última persecución que ha de hacer el Anticristo, sin duda la extinguirá con su presencia el mismo Jesucristo, porque así lo dice la Escritura ‘Que le quitará la vida con el espíritu de su boca y le destruirá con sólo el resplandor de su presencia’ ”. (La Ciudad de Dios, lib. 18, c.53).
Y para terminar, nos permitimos recordar lo que el venerable Barthélemy Holzhauzer en su comentario sobre el Apocalipsis, bajo el subtítulo muy sugestivo y significativo en nuestros días: “Del Antipapa abominable y pérfido idólatra, que desgarrará la Iglesia de Occidente y hará adorar la primera bestia, dice: “Esta bestia es un falso profeta (…). ‘ Ella tiene dos cuernos como de cordero’, porque será un cristiano apóstata y que se levantará secreta y fraudulentamente. Entonces la Iglesia será dispersada en las soledades y los lugares desiertos, en los bosques y las montañas, y en las grietas de las rocas, porque el pastor habrá sido golpeado y que las ovejas serán dispersadas. Puesto que será lo mismo como en el tiempo de la Pasión de nuestro Señor. (…) Entonces la Iglesia latina será desgarrada, y a excepción de los elegidos, habrá una defección total de la fe”. (Revelation du Passé et de l’Avenir, Interprétation de l’Apocalypse du venerable Barthélemy Holzhauzer, p. 91).
Quizá por esto el Papa León XIII puso en el Exorcismo contra Satanás y los Ángeles Apóstatas, esto que después fue suprimido: “Donde la sede del beatísimo Pedro y Cátedra de la verdad fue instituida para luz de las gentes, allí pusieron el trono de su abominable impiedad; para que golpeado el Pastor puedan dispersar la grey”.
Por todo lo dicho, queda claro que la gran esperanza de San Pablo y la de los Papas es la misma: el triunfo de la Iglesia, reunida en un solo rebaño y bajo un solo pastor, a partir de la Parusía en el Reino Milenario de Cristo Rey.
Esta es la bienaventurada esperanza de San Pablo y de las Sagradas Escrituras: “Para que renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos, sobria, justa y piadosamente en este siglo actual, aguardando la dichosa esperanza y la aparición de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo” (Tito, 2,12-13).
“A fin de que vuestra fe, saliendo de la prueba mucho más preciosa que el oro perecedero -que también se acrisola por el fuego- redunde en alabanza, gloria y honor cuando aparezca Jesucristo” (I Ped. 1,7).
“Porque no os hemos dado a conocer el poder y la Parusía de Nuestro Señor Jesucristo, según fábulas inventadas, sino como testigos oculares que fuimos de su majestad” (II Ped. 1,16).
Como dice el P. Alcañiz: “… el reino del Corazón de Jesús es idéntico al reino de que habla San Pablo, el reino que pedimos en la oración dominical al mismo que los impíos rechazan y que los buenos desean…”. (La Devoción al Corazón de Jesús. Granada 1958, p. 139-140).
Ven Señor Jesús es lo mismo que Venga a nos tu reino. La Gran Esperanza.
P. Basilio Méramo
Bogotá, 18 de Junio de 2016
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